Tengo un hijo y una hija. Aunque haya intentado educarlos igual, cada uno es diferente. De todas las cosas que he hecho en mi vida, lo mejor, lo más apasionante, lo más bonito, y lo que más felicidad me ha dado, es haber tenido hijos, vivir con ellos y ver cómo crecen.
Disfruté cuando eran bebés, y me encantá ver las personas en las que se están convirtiendo. Ni en mis mejores sueños hubiera pensado que mis hijos serían así. Antes de tener niños, intentas imaginar cómo será tu vida y cómo serán ellos. Es imposible proyectar algo así. No sé lo que pensarán otros padres y otras madres, para mí han superado cualquier expectativa.
No me canso nunca de decirles lo que les quiero, y de demostrarlo con besos y abrazos. Pero ahora está llegando uno de los peores momentos (o eso es lo que me parece), he de demostrar cuánto les quiero dejando que vivan su vida. Son adolescentes, quieren descubrir la libertad, sentirse independientes. Y yo quisiera tenerlos siempre a mi lado y protegidos, me parece que todavía son pequeños. Pero eso ya no es posible.
Los mayores tesoros de mi vida, nunca han sido míos. Las personas no son propiedad de nadie. Es una lección dura de aprender, y de aplicar.
Con el verano, las cosas empeoran para mí. Para ellos es un periodo estupendo, es la época en la que pueden experimentar libertades impensables en invierno. Salir hasta tarde (o pronto), dejar que viajen sin sus padres, y ver cómo disfrutan con megafiestas que me aterran.
Así estoy, soltando amarras y esperando que lo que he intentado que aprendieran durante estos años sirva de algo, y hayan aprendido a navegar sin mí.